Conversación silenciosa A propósito de la obra de Lorenzo Fernández

David Rosenberg es autor y comisario de exposición. Ha publicado numerosas obras dedicadas al arte moderno y contemporáneo. Organiza con regularidad exposiciones en Francia y en el extranjero.

David Rosenberg
París, febrero de 2013

Lorenzo Fernández ha decidido ir a contracorriente: es su manera de ser contemporáneo. En la era de la tecnología y la imagen digital. –en la que las nuevas tecnologías, las tabletas gráficas y el software de tratamiento de imagen definen un nuevo “clasicismo” pictórico-, este joven pintor madrileño, que ejerce su arte a la manera de los antiguos maestros, está a punto de imponerse como una de las determinantes de la renovación de la pintura figurativa y la escena contemporánea española. Es conocido por su pintura de caballete de mediano y gran formato que perturba por su realismo; obras realizadas exclusivamente al óleo y acrílico sobre tabla de madera, sin recurrir nunca a la fotografía ni a ningún otro medio de reproducción mecánico de lo visible.

Pero estas preferencias no producen en su obra ni nostalgia ni un apego excesivo por el pasado, al contrario. Si recurre a la historia, al saber hacer y a las técnicas clásicas, es para elaborar un discurso pictórico singular y contemporáneo al mismo tiempo. El artista se distingue también por dar decididamente la espalda al cinismo. Existe en él una forma de pureza y rectitud que impide invocar cualquier provocación esperada.

Nacido en Madrid en 1970, Lorenzo Fernández empezó a estudiar pintura decorativa en el Instituto Politécnico Virgen de la Paloma. Posteriormente se familiarizó con el arte de la decoración escénica, estudiando al mismo tiempo técnicas de dibujo y pintura con Ángel Pozo, un profesor de renombre. Terminó su formación cursando cuatro años de estudios en la academia de dibujo Artium Peña, una institución que al término de sus estudios le otorgó el Primer Premio de la Academia. Paralelamente estudio restauración, lo que lo llevó a trabajar en importantes obras donde se inició en los secretos de las técnicas antiguas; una experiencia que aprovecha hoy en día en beneficio de su propio trabajo, otorgando una importancia primordial a la calidad de los materiales empleados, así como su perdurabilidad. A los 28 años decidió dedicarse exclusivamente a la pintura y comenzó a exponer en distintas galerías, primero en España, después en Paris en la galería Taménaga con la que colabora de forma exclusiva desde 2006.

Lorenzo Fernández trata el género tradicional de la naturaleza muerta y de “vanitas” como artista del siglo xxi. Su obra se entiende y se concibe desde la perspectiva del trabajo de sus contemporáneos, tales como Gerhard Richter o Chuck Close, de los que aprecia el rigor y la precisión quirúrgica de algunos de sus lienzos. También podemos citar a Jeff Koons o Marukami con los que comparte una misma preocupación por la perfección formal, asociada a una preferencia por los juguetes y los personajes del mundo de la infancia con los que salpica sus obras; Damien Hirst, con quien comparte una cierta fascinación por el tema de “vanitas” o incluso Warhol, del que gusta hacer alusión a sus obras reproduciendo meticulosamente algunos de sus retratos más famosos. Podemos evocar también a Picasso, cuya figura aparece de modo subrepticio en algunos de sus cuadros en forma de un personaje sacado de la película de Tim Burton: una pequeña silueta con cabeza de corcho que lleva un chaleco de rayas negro y blanco, homenaje medio divertido medio afectuoso a la famosa camiseta marinera del maestro de Málaga. Muchos nombres excepcionales que es inútil, incluso imposible, ignorar, cuando se trabaja actualmente. Pero cuando a veces cita o evoca de forma muy evidente una obra o a un artista –a este respecto, Velázquez y John Singer Sargent aparecen de manera recurrente en sus propios cuadros-, a menudo es para introducir algunos granos de arena en su “mecánica artística” bien lubricada.

El ambiente de las obras emana serenidad, aunque siempre parece que hay una tensión latente, una forma impalpable de inquietud o de extrañeza, como en las obras de Pieter Claesz o Zurbarán, Marcel Duchamp tenía razón cuando destacó que “la persona que mira es quien hace el cuadro”. Aquí, quien mira, para disfrutar plenamente del trabajo del artista, debe amar al mismo tiempo las investigaciones, el arte del razonamiento y el de la exégesis. La pintura de Fernández es parecida a esa antigua escuela de filosofía en cuyo dintel podrían leerse las palabras “Que nadie entre aquí si no es geómetra”. Porque Lorenzo Fernández no se contenta evidentemente con representar los objetos: piensa y se interroga con y a través de estos. Cada cosa es también una palabra, un fragmento de una lengua cifrada y simbólica con la que se expresa.

Su forma de enfocar la pintura es a la vez literaria, poética y filosófica: en esta sensibilidad y raciocinio son siempre indisociables. En la luz y en el silencio, los objetos están dispuestos tanto armoniosamente como de forma que crean “cortocircuitos” entre mundos muy diferentes: un juguete antiguo y un libro erudito, una flor y un motor eléctrico, una golosina y una fotografía de un cuadro famoso… Cada composición tiene su razón de ser en el enigma que representa y la turbación que despierta.

Las imágenes son tan limpias y precisas como un reflejo en un espejo. A este respecto, los críticos que se han asomado a su obra no han cesado de destacar la forma en la que el pintor hace bascular cada vez el sentido de la vista hacia una percepción háptica. ES como si el ojo nos permitiera sentir físicamente la tersura de una fruta, la sedosidad de un tejido, la opacidad de una hoja de papel; como si nos permitiera rozar la textura de la piel o acariciar el veteado de la madera. Los contornos de los objetos se disuelven a veces en lo borroso debido a la profundidad de la imagen. Este efecto se nota particularmente en el caso de los cuadros cuya composición está tratada en primer plano y con visión cerca, o, más raramente, cuando se percibe un fragmento de paisaje a través de una ventana.

Lorenzo Fernández vive rodeado de objetos que figuran en sus obras. Sin duda al serles tan familiares los pinta con tanta sensibilidad y agudeza. Rebuscando un poco, en su taller se encuentra diseminado todo lo que aparece en sus cuadros: frascos vacíos, soldaditos, robots, una figurita de mono, un buda dorado, astronautas, un fechador, una pluma de ave, un lápiz azul, un cochecito, una diapositiva, fusibles, un viejo cuadernillo de molesquín, una fotografía de un torero y otra de una mujer desnuda (tachada con la mención: censurada), una regla graduada, cajas de madera, una flor marchita, dulces y también una fotografía de fotomatón doblada de tonos grises descoloridos donde aparece un rostro de un colegial, serio, con la mirada fija, embutido en una camiseta abotonada hasta el cuello. Es el rostro del pintor.

A veces la precisión de un acorde cromático parece justificar el acercamiento entre algunas manzanas rojas y una cortina azul; a veces es un guiño a la mitología, a la historia contemporánea o incluso a la biografía del artista que invoca tal o tal disposición: un guijarro cerca del ala de un ave, una figurita de Mickey con la expresión arisca dando la espalda a la silueta de un personaje del teatro Kabuki impresa en una postal, una ventana entreabierta y una guía de viaje.

Existe otro aspecto de la obra de Lorenzo Fernández que no hemos mencionado hasta ahora: el retrato femenino. En estas obras se encuentra el mismo sentido infalible de la composición y de la luz que caracterizan las naturalezas muertas del pintor. Son siempre mujeres jóvenes, a la vez sensuales y espirituales. Atrapan la mirada hasta crear un vacío completo a su alrededor. La mayor parte del tiempo, no hay nada: solo un fondo liso y luminoso en el que destaca su silueta atractiva y perfil altivo. Una paz profunda, inquebrantable, emana de su presencia. El resultado es tan meticuloso, tan preciso, que se puede percibir la textura del maquillaje, una mancha ínfima en una prenda o cada detalles del cabello. Es tan encarnado, tangible y palpable que se puede sentir la personalidad vibrante, familiar e inalcanzable al mismo tiempo, de sus modelos.

De un tiempo a esta parte, esta polaridad del trabajo –entre la discreta aparición de una imagen de mujer entre los objetos o la presencia plena y completa de un cuerpo femenino en un espacio donde no figura nada más-, está evolucionando. Los fondos de los cuadros, hasta ahora ocupados por drapeados, el suelo, un trozo de pared o una ventana del taller, están cada vez más llenos de “imágenes de imágenes”, tanto si se trata de ampliaciones fotográficas como de fragmentos de otros cuadros. El marco de la composición se estrecha en torno a objetos y ya no existen verdaderamente un elemento exterior que permita valorar la escala de lo que miramos. Las figuritas y los juguetes que, puestos en relación con el espacio del taller o un mueble, parecían minúsculos, se transforman aquí en gigantes que se adueñan de todo el espacio, todo el imaginario.

La paleta es ora brillante ora matizada. También sucede que el pintor trabaje simplemente en blanco y negro muy fotográfico. Las referencias a la cultura popular –a los iconos del cine en particular-, están cada vez más presentes. De la representación de un mundo luminoso, frugal y ordenado, basculamos a un espacio caótico, atestado de imágenes desmesuradas a cuyo descubrimiento parecen partir un astronauta o algunos soldaditos. Cráneos auténticos se mezclan con los esculpidos, mientras que mariposas con alas de un azul iridiscente se posan aquí y allí en la pintura.

Aunque cada cuadro puede verse de una forma autónoma, el conjunto de sus obras componen, según Lorenzo Fernández, una especie de cuaderno de viaje filosófico, un mundo alegórico. Las imágenes se responden unas a otras; crean distintos recorridos, distintos flujos que pueden leerse como un “libro de iniciación”.

El artista insiste mucho en este aspecto de su trabajo, donde los cuadros –a semejanza de documentos virtuales indexados en la web-, componen según la pertinencia de la petición un conjunto fragmentado o bien una serie lógica, una progresión casi matemática. En este recorrido iniciático, cada cuadro constituye una casilla, un espacio mental donde explorar distintos aspectos del pensamiento. Nos sentimos totalmente absorbidos por una experiencia visual única donde todo parece existir con casi mayor intensidad que en la realidad. Y, además, presintiendo que las cosas que vemos no están allí por casualidad, comenzamos a descifrar el discurso del pintor.

La ilusión está aquí para abrirse a la reflexión. Un pétalo de rosa, una orquídea, una cinta, un juguete, un frasco de perfume, una carta o un libro: con muy poco viajaremos muy lejos, hacia la locura, la felicidad, la metamorfosis, el sueño, el mito, la duda, la sustancia, la utopía…

 

Como ya habrá quedado claro, para Lorenzo Fernández –como para otros artistas que lo fascinan-, la representación de los objetos tiene siempre un profundo alcance filosófico. Pero antes incluso de convertirse en un ejercicio pictórico con sus códigos, sus usos y su historia, todo está ya en la mirada del pintor; una mirada alegórica que transfigura la más simple disposición de un objeto en un texto por descifrar, un poema o una partitura por interpretar. Es una invitación para regresar a uno mismo y al mundo que nos rodea; una invitación para una conversación silenciosa.